Postres cubanos
Ciro Bianchi Ross
¿Se ha puesto usted a pensar alguna vez en esa maravilla que son los postres cubanos? ¿En cuánto de arte, equidad, paciencia y gracia hay en cada uno de ellos? ¿Qué me dice de los buñuelos, del bocado de reina, de las yemas dobles? Hasta el modesto matahambre requiere de cuidados extraordinarios en su elaboración, sin contar que para prepararlo hay que tener a la mano no menos de trece productos.
En Paradiso, Lezama Lima hace decir a doña Augusta, la abuela de Cemí: “Hoy tengo ganas de comer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino de las que tienen algo de flan, algo de pudín”. Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés, cumbre de la narrativa cubana en el siglo XIX, habla de las yemas azucaradas que se degustan al final de un sarao en una casa de bailes. Y Juan Criollo (1928) la novela de Loveira, es todo un muestrario en lo que a los dulces cubanos más populares se refiere.
La incorporación masiva de la mujer al empleo y la aceleración del ritmo social, restan al cubano de hoy ganas y tiempo para la cocina. Para qué pasar horas delante de un fogón si el dulce puede adquirirse hecho. Los hay excelentes, en conservas y no. Pero por esa vía quedan cada vez más lejanos el boniatillo, el cusubé, la mala rabia, los alfajores de dulce de leche… aquellos postres caseros en los que tanto se esmeraba la abuela.
El origen de la repostería cubana se pierde en la noche de los tiempos. Una fecha, sin embargo, debe tomarse en cuenta. En 1528 llega a Cuba un tal Francisco de Soto y lo hace precedido de una Real Cédula en la que Carlos V ordena a las autoridades coloniales que lo favorezcan y ayuden. Se trata de un repostero famoso y de postín que sirvió a la reina Isabel la Católica y al rey Felipe el Hermoso, abuela y padre del Emperador, y aunque es de suponer que no vino con la pretensión de hacer dulces, sino de enriquecerse con las mercedes de tierra y las encomiendas de indios, es bueno pensar que puso lo suyo en el fomento de la repostería criolla. De una manera o de otra, el primer postre que se registra en la crónica cubana es el manjar blanco. En 1579 ese platillo, en el que se enmascaró una dosis pertinente de arsénico, causó la muerte de Francisco de Carreño, gobernador general de la Isla, en lo que es el primer crimen político que se cometió en Cuba.
El azúcar forma parte de nuestra cultura alimentaria. La preferencia por el dulce, propiciada por la industria azucarera, es una de las constantes del paladar cubano. Se instala por vía de la esclavitud cuando el esclavo doméstico se hizo cargo de la cocina de los amos. Es entonces que la cocina en la Isla empieza a dejar de ser española para comenzar a ser otra cosa. Los cocineros europeos fueron excepcionales durante la Colonia; en cambio, muchos cocineros negros, en esa etapa y aun en la República, viajaron a Europa con sus patronos, lo que les permitió contrastar experiencias, ampliar conocimientos y perfeccionar técnicas y estilos.
Los dulces cubanos han pasado a la literatura y al testimonio. Alucinan a la Marquesa de Calderón de la Barca a su paso por La Habana y así lo dice en un libro publicado en 1843. “El postre aquí resulta una curiosidad por lo variado y numeroso”, escribe. En su libro De bandera a bandera (1889) Eliza McHatton-Ripley, una norteamericana avecindada en la capital cubana, alude a los dulceros, aquellos vendedores ambulantes que “traían pequeños cuencos y tazas de confituras, conservas de guayaba y mango, coco rallado cocido con azúcar y un delicioso flan de leche de coco…” A comienzos de la centuria pasada eran muy buscados y celebrados los dulces y helados que elaboraba la familia Carrillo en su casa de la habanera calle de la Picota. Confeccionaban toda una gama de la repostería criolla que encandilaba los ojos y aguaba la boca: besitos, viuditas, crocantes adornados con cabellos de ángel, pastillitas de leche… Entonces, los helados se hacían con hielo picado, sal en grano y mucha fuerza de brazo en grandes sorbeteras y las almendras ya peladas se dejaban serenar antes de majarlas con mano de hierro en el mortero de mármol para confeccionar los quesitos.
Por mucho que coma, el cubano promedio siente que le faltó algo si no tuvo en su mesa una generosa ración de arroz. Algo similar sucede con el dulce. En Morder las bellas rocas, de Lisandro Otero, conversan dos mujeres:
“Tengo hambre.
“Pero si acabas de almorzar –dijo la flaca.
“Es que no comí postre. Cuando no como postre siento que no hubiera comido”.
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3 comentarios
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